Una tras otra.
Un día nos indignamos, con razón, porque una compatriota fue condenada por las autoridades de Qatar a 100 latigazos y siete años de cárcel.
Hemos normalizado las cifras de la violencia contra las mujeres; las víctimas se convierten en un número más.
Un día nos indignamos, con razón, porque una compatriota fue condenada por las autoridades de Qatar a 100 latigazos y siete años de cárcel bajo acusaciones de sexo extramarital. Afortunadamente, los buenos oficios de la FIFA y del gobierno mexicano lograron que se cancelara la sanción.
Prácticamente todos los que opinan lo hacen desde una visión desinformada de la ley islámica, aunque eso no sea lo verdaderamente relevante.
Preferimos rasgarnos las vestiduras por esa mujer en particular, por lo extraño que nos resulta ese choque de culturas, y un poco por la visión occidental que tenemos sobre el orden y la moral.
Con facilidad, algunos llaman retrasados o salvajes a quienes aplican estas leyes. Sienten una indebida superioridad moral por la mayor cercanía a las culturas judeo-cristianas y pontifican acerca de la dualidad sobre una nación que se abre al mundo como una maravillosa ventana, atractiva casi desde donde se le vea, en contra de una misoginia en el ADN de su pueblo que lleva a pensar que una mujer no puede tener el derecho a invitar a un hombre a su casa.
Puedo reconocer las caras de sorpresa y asco cuando simplemente se mencionan estos hechos; pero no puedo ver el mismo desprecio cuando un país, que será, junto con Canadá y Estados Unidos, sede de la Copa Mundial en 2026, tiene escandalosos niveles de feminicidios e inseguridad para las mujeres.
En México hemos normalizado las cifras de la violencia en contra de las mujeres. Un periódico especializado en finanzas publicó esta nota: “La Secretaría de Seguridad Pública registró 80 feminicidios en febrero de 2022, una disminución de 29.2% en comparación del máximo histórico de agosto de 2021, cuando se reportaron 113 casos. Sin embargo, aumentó en comparación con enero, cuando se registraron 77 de estos delitos”.
La barbarie que se presenta en México despersonifica, vuelve en caliginosos índices a mujeres que fueron hijas, hermanas, madres. Seres humanos que fueron brutalmente arrancados de esta vida con una impunidad que debería azorarnos.
Mujeres que toman un transporte, incluso de aplicación que suelen ser los menos riesgosos, y desaparecen como si hubieran sido tragadas por un terrible monstruo de impunidad. Como si hubieran sido abducidas por seres de otros planetas y su historia fuera diluyéndose en un muy triste recuerdo para sus familias y los seres que las amaron. En una estadística para el gobierno que se maneja como si fuera la cotización del mercado de valores.
De algunas pocas, sus nombres e historias trascienden por lo menos en los medios de comunicación, pero la mayoría son revictimizadas, incluso en la muerte, cuando dejan de ser personas y son una estadística más de una terrible situación que sigue normalizándose día con día.
Los actos de protesta que estallan de tanto en tanto quemando puertas de oficinas de gobierno, como recientemente la de Nuevo León, o los actos vandálicos que se justifican atrás de la furia mal encauzada de las mujeres, es la única expresión y, aun ella, se prostituye.
La semana pasada, el gobierno de la Ciudad de México recuperó las oficinas de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, luego de que una mujer fuera salvajemente atacada por negarse a dar “cooperación” para la causa.
Vivimos entre la hipocresía de fustigar la aplicación de leyes de otros países, puesto que nos parecen de la barbarie extrema, cuando a la vuelta de nuestra casa una mujer será robada, vejada y asesinada. Cuando su pareja, que supuestamente eligió para compartir la vida, se convierte en su victimario.
Dejemos de fingir tanta indignación por lo que ocurre a una mujer en otra parte del mundo, que es tan grave como excepcional, y concentrémonos en lo que ocurre diariamente en todo nuestro país. Mucho más tenemos que hacer sobre lo que ya hemos hecho.
La sororidad y las marchas; la violencia y las declaraciones no están salvando a las mujeres.
Escribe: Kimberly Armengol / Excélsior