Opinión

Revocación y responsabilidad.

El lunes comentamos por qué la revocación de mandato no tiene sentido en términos del sistema político, ni del marco legal. En el primer caso, porque no corresponde a un sistema presidencial; en el segundo, porque la modificación constitucional fue incompleta y equivocada, y además no existe la ley reglamentaria correspondiente. Hoy veamos por qué en cuestión política operativa tampoco tiene ningún mérito.

Alejandro Moreno (el encuestador de casa, no el dirigente del PRI) nos informó el viernes en estas páginas que percibe tres posibles escenarios, en caso de ocurrir la votación. El más probable, un triunfo no muy holgado por parte del Presidente; en segundo lugar, una derrota cerrada. Con menos probabilidad, un triunfo amplio. Este último daría a López Obrador la excusa política necesaria para intentar extender su mandato (como ya decíamos, de forma ilegal) o al menos fortalecería sus posibilidades para un Maximato, debilitando al siguiente en ocupar la Presidencia. Pero esto también ocurriría en cualquier caso, como ayer lo sugería Luis Carlos Ugalde.

Un resultado cerrado, triunfo o derrota, generaría graves turbulencias políticas que, sumadas a la concentración de poder en la Presidencia que ha ocurrido en los últimos tres años, nos pondría en una situación mucho más complicada que hoy. Si el respaldo popular a López Obrador, en marzo de 2022, es apenas superior a la mitad, los incentivos para respaldarlo se reducirían significativamente. El conglomerado de tribus que es Morena se haría totalmente ingobernable, y la disputa por la sucesión sería mucho más agria de lo que es hoy, o de lo que ha sido históricamente.

Una derrota, también cerrada, sumaría a ese escenario de disolución morenista el problema de la designación del sucesor, o sucesora. El Presidente del Congreso (que, como ha dicho Ángel Verdugo, no existirá en marzo, porque sólo funciona en momentos muy especiales, como el inicio de una legislatura) tomaría el Ejecutivo durante 30 días, periodo en el que los legisladores tendrían que ponerse de acuerdo en el presidente sustituto. Puesto que Morena no tiene mayoría en la Cámara de Diputados, dependería de el Partido Verde para poder sustituir al Presidente. O bien de una negociación con PRI y PAN, que se ve todavía más complicada. Y si en 30 días no logran llegar a un acuerdo, tampoco tenemos una provisión legal para el caso.

No está de más recordar lo que alguna vez comentamos: todos los desórdenes políticos desde que hay democracia se deben a López Obrador. Porque no ganaba, porque lo obligaban a cumplir la ley, para consolidar su poder al interior de la izquierda, pero siempre era él quien estaba detrás.

De forma que este proceso de revocación tiene en contra su incompatibilidad con un sistema presidencial democrático, la retroactividad, su marco constitucional deficiente, la falta de legislación, su uso como instrumento de propaganda y polarización, y dos posibles resultados: fortalecer a López Obrador a costa de quien lo pudiera suceder, o el desmorenamiento acompañado de turbulencias alimentadas por él mismo.

Si, por el contrario, nos olvidamos del tema, salvo para impedir que ocurra, entonces López Obrador tendrá que asumir, en los últimos dos años de su sexenio, los costos de los abundantes errores que ha cometido. No frente a quienes nunca han votado por él, sino frente a quienes sí lo apoyaron y, cada día más, se han desencantado. Sólo eso permitirá cerrar estos 25 años de movilización populista alrededor del líder mesiánico. Hay que impedir que continúe la fuga hacia delante que lo ha caracterizado, y obligarlo a enfrentar las consecuencias de sus actos.

Por todo ello, esta columna dice: no a la revocación, sí a la responsabilidad.
Por: Macario Schettino / El Financiero

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