Opinión

¿Lysenko o Mao en el Conacyt?

Hay un creciente consenso en la comunidad científica de que el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) ha sido tomado por una agresiva cepa del virus del lysenkoísmo, llamado por T.D. Lysenko, el agrónomo soviético que dominó la biología y en especial la enseñanza e investigación sobre genética durante 30 años (1931-1965) en la antigua Unión Soviética. El lysenkoísmo habló de una genética proletaria y en 1948 logró que el Politburó del Partido Comunista prohibiera que se enseñara en las escuelas y universidades rusas los logros de Mendeleev, quien elaboró la tabla a de los elementos, acusado de corrupción ideológica.

Es cierto que si uno sustituye “burguesa” por “conservadores” y “reaccionaria” por “privilegios”, varios de los discursos del inquilino de Palacio Nacional y de la titular del Conacyt, podrían ser tomados de los panfletos de Lysenko. Pero, incluso si éstos les sirvieron de inspiración me parece que la comparación le hace flaco favor a los méritos de este gobierno en contra del conocimiento científico. Con todo y el apoyo de Stalin, la influencia de Lysenko estuvo más bien limitada a la biología y las ciencias agronómicas. No es ése el caso de la actual campaña de la doctora Álvarez-Buylla contra 31 científicos y administradores del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, apoyada en tándem por el fiscal general, Gertz Manero. Esta administración tiene un marcado sello antiintelectual y frecuentemente asocia ciencia y científicos de todas las ramas del conocimiento —no sólo de una— con corrupción, abusos y privilegios. ¿No llamó “ladrones” el Presidente a los científicos que defendían los fideicomisos?

Por su amplitud, por su identificación con lo rural, por su devoción indiscriminada a “los saberes ancestrales”, por su ataque al trabajo de investigadores, el actual gobierno es en materia de ciencia, más cercano a la Revolución Cultural China (1966-1976) que a Lysenko. Es imposible escuchar los títulos de las mañaneras y no percibir los ecos de la propaganda maoísta. Mi generación leyó el Librito rojo con lucidoras frases de Mao Zedong, frases simples para mentes simples, frases pegadoras por su aparente sentido común. Pero el parecido va más allá de las frases.

En 1966, recién iniciada la Revolución Cultural, se suspendieron las suscripciones a las publicaciones científicas internacionales, así como se suspendieron viajes a congresos internacionales. En 1967, el presupuesto de la Academia de Ciencias fue reducido en 84 por ciento. Los científicos fueron acusados de “privilegiados” y “ajenos al compromiso con el pueblo”; para “reeducarlos” sus salarios fueron rebajados hasta ser menores que lo que ganaban trabajadores manuales y decenas de miles de ellos fueron enviados a hacer trabajo campesino para “aprender del pueblo”. Científicos, profesores universitarios, divulgadores de la ciencia, fueron expuestos a la burla y la vergüenza públicas. Chen Boda, el propagandista de Mao que llegó a ser vicepresidente de la Academia de Ciencias de China, inició una campaña contra la teoría de la relatividad de Einstein por ser “reaccionaria burguesa, académicamente autoritaria y contener puntos de vista reaccionarios sobre la naturaleza”, que fue ampliamente divulgada en las secundarias. (Les debo un artículo sobre esto).

Las circunstancias hoy son muy diferentes, afortunadamente, y el maoísmo se implementa en forma patética. No tenemos guardias rojos, sino troles y bots que acosan a intelectuales y científicos en redes sociales y medios con periodistas adoctrinados, no en el Librito rojo, sino en la Guía Moral.

Pero no es sólo un asunto de propaganda. Pienso en los miles de niñas y niños que quizá habían decidido dedicarse a la ciencia después de vivir la experiencia de la pandemia. Los miles que aspiran a ser médicos y médicas para curar a sus semejantes; los jóvenes que han decidido estudiar un posgrado para ser inmunólogos, genetistas, expertos en estadística, matemáticos, vacunólogos, administradores de sistemas públicos de salud, porque como sucede en esa edad, quieren dedicar su vida a luchar por un mundo mejor. Pero no. La máquina de propaganda oficial los bombardea noche y día con el mensaje de que la ciencia es inherentemente corrupta y corruptora. “¿De grande quieres ser científico? Pues mira lo que te puede pasar. Te meteré a la cárcel”, parece decirles. A los 31 científicos y administradores los acosa con saña. Al acusarlos de delincuencia organizada los compara con asesinos de perversidad infinita, como perversa es la persecución misma.

Demos el ejemplo contrario. Que la sociedad aprecia y admira a quienes se dedican a la ciencia. Que los apoya, que los defiende apasionada y comprometidamente. Que no los dejará solos.

Escribe: Cecilia Soto / Excélsior 

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