Leonora, la de la patria de los sueños.
De las imágenes indelebles que nos dejó Leonora Carrington existe una que no pintó y es mi favorita. La conocí por Carlos Monsiváis en uno de esos desayunos sabatinos en la Zona Rosa donde las charlas se dilataban entre las anécdotas más despiadadas y la información que sería noticia los días siguientes.
Después fue Gunther Gerzso quien la puso en la mesa durante una plática cordial en la que me puso al día sobre su vida cuando empezó a pintar ya en forma, porque antes hacia decoraciones y escenografías para películas de directores como Buñuel, John Huston o El Indio Fernández.
Esa imagen surreal, francamente imposible, Gerzso trató de fijarla en uno de sus cuadros. Lo hizo, pero sólo rescató el ambiente que se vivía en la entonces ya legendaria vecindad de Gabino Barreda número 18 en los años 40.
Aunque yo reconstruía en mi cabeza esa imagen de la Carrington, muchos años después Elena Poniatowska la fijó, ahora sí para siempre, con todos sus detalles, en su nove-la Leonora.
Cuenta Poniatowska que un día ya instalada en México, Leonora se detuvo fulminada por un rayo al reconocer, en un terreno baldío, a Remedios Varo, la amiga que había perdido durante la guerra en Europa.
Remedios la invitó a su casa, donde la recibieron pegados con chinches en la pared un dibujo provocador de Picasso, uno fálico de Tanguy y otro de Max Ernst, quien fuera pareja de Leonora. Por supuesto la Carrington se sintió en casa. No pensó, como Gunther Gerzso, que lo que adornaba las paredes eran reproducciones, sino originales.
Ahora que se cumplen 10 años de la muerte de la pintora a quien visitaron en su casa Julio Cortázar, Aldous Huxley, André Bretón y María Félix, a quien echaba las cartas, da gusto saber que la UAM se hizo del inmueble para convertirlo en casa museo.
No sólo eso: un eficiente equipo de universitarios de esa institución construyó un sitio web dedicado a la pintora. En el recorrido virtual de su casa se da cuenta mediante programas interactivos de su vida y de su obra.
La obra de Leonora Carrington, decía el poeta Luis Cardoza y Aragón, está llena de hipótesis y obsesiones: es nostalgia, expectación, perplejidad; vive lacerada de enigmas y recuerdos, muchos de ellos, imaginarios.
Sus pinturas exploran y reflejan su mundo interior, aquel que la marcó y persiguió toda la vida. La Diosa Blanca, el reino animal, la magia, el ocultismo, así como diversos motivos míticos de la cultura celta, son algunos de los temas recurrentes en su obra. Allí están su idea de la política y del amor, de los animales y de aquellos seres que ingrávidos se desplazan por el aire.
Según Octavio Paz, Leonora Carrington pertenece a la mitología celta y a la mexicana, a la del surrealismo y la de Alicia en el país de los espejos. Su mundo, agrego yo, es la patria de los sueños, esa tierra evanescente donde la libertad hace que todo sea posible.
No me extraña que en 1968, dos meses antes de la masacre de las tres culturas, escribiera en su cuadro Lepidóptera (mariposa) un fragmento de un poema de John Donne donde habla de las victorias pírricas. También escribe en ese cuadro que ella quiere conservar lo que más aprecia: la libertad. Y tal vez la libertad sea la clave para acercarnos mejor a Leonora porque se alejó de sus padres para alcanzarla, del fascismo para no perderla y se puso a pintar un mundo alterno –inconforme con el nuestro– para ser libre.
Por eso no sabía si inventaba esos mundos o ellos la inventaban a ella. Como sea, Leonora pintaba esos mundos en su alma llenos de sortilegios para que pudiéramos verlos en la ventana de sus lienzos.
Por: Javier Aranda Luna / La Jornada