Las barbas del vecino.
Por lo menos en dos ocasiones recientes la historia nos ha dado la oportunidad de ver por adelantado las consecuencias funestas de no actuar a tiempo y con decisión informada. Casi con 10 años de ventaja, pudimos observar en Colombia las consecuencias de la generalización de la violencia que trajeron el crecimiento del crimen organizado y la decisión de gobiernos de seguir las directivas del gobierno estadunidense en materia de drogas. Sucedía en los 80 y en México se observaba con congoja la tragedia de los vecinos entrañables, pero con la seguridad de que en nuestro país nunca pasaría. “¿La colombianización de México? Eso es imposible”, se decía con complacencia. De poco sirvieron esos años de ventaja en los que se pudo estudiar el modus operandi de los narcotraficantes, su evolución hacia una amplia gama de delitos: secuestro, extorsión, tráfico de armas; sus incursiones en la política, la cadena de asesinatos de candidatos presidenciales y demás. Como si pudiéramos ver el futuro en una bola de cristal, fuimos testigos del fracaso absoluto de la política de erradicación de cultivos a través de sustancias químicas impulsada por la DEA. Y del fracaso del prohibicionismo antidrogas. Hoy, les podemos dar clases a los colombianos de cómo hacer todo mal y padecer la metástasis del crimen organizado en más y más microrregiones del país.
La segunda (triste) oportunidad que tenemos es observar el continuo deterioro de la democracia en Estados Unidos. Desde la toma del populismo de derecha del Partido Republicano hacia la mitad de los años 90, el fortalecimiento del Tea Party, la radicalización de presentadores de TV en medios que abiertamente cuestionan el sistema democrático, la multiplicación de asesinatos en escuelas y lugares públicos facilitada por la venta indiscriminada de armas de alto calibre, el fortalecimiento del racismo y del odio a migrantes en forma militante hasta cuajar todo esto en la candidatura y triunfo de Donald Trump.
Este pasado 6 de enero, en el primer aniversario del intento de toma del Capitolio por una turba insurreccionista, la atención estuvo centrada en el discurso del presidente Joe Biden, quien correctamente insistió en la responsabilidad del expresidente Trump. Sin embargo, me pareció más relevante el pronunciado el día anterior por el procurador general, Merrick Garland, responsable de la investigación sobre los hechos del 6 de enero. Después de informar de los avances en la investigación, Garland aludió a la multiplicación de hechos de violencia “que permean tantas partes de la vida de la nación que amenazan con normalizarse… y que son profundamente peligrosos para la democracia”. El Departamento de Justicia observa un aumento de la violencia en todos los niveles de la sociedad y que se dirige especialmente hacia personas que tienen amplia interacción con el público: “funcionarios y trabajadores electorales, tripulaciones de aviones, personal de escuelas, legisladores, periodistas, policías, funcionarios municipales, jueces, agentes del ministerio público… personas fundamentales para la seguridad de nuestras comunidades, de nuestros viajes, de nuestras elecciones”.
En el país que se fundó con el propósito de ser “un faro de esperanza y libertad” para el mundo, una parte amplia de su sociedad rechaza la democracia o al menos los fundamentos de ésta, como el respeto al voto y la existencia legítima de partidos, candidatos y corrientes de ciudadanos que piensan diferente a estos grupos radicales. Esos ciudadanos justifican la violencia del 6 de enero y creen que en las elecciones presidenciales de 2020 hubo fraude electoral y que ganó Trump.
¿Cómo se llegó a esto? Hay muchas causas. Desde conflictos no resueltos desde la Guerra Civil hasta los efectos negativos de la globalización en amplios grupos sociales. Pero, sin duda, uno de los factores más relevantes es la adopción por parte del liderazgo republicano, ahora casi completamente tomado por Trump, del abecé de la propaganda populista y el cultivo de un electorado manipulable. La verdad es la primera víctima y la mentira la gran triunfadora.
¿Estaremos viendo una versión de lo que puede suceder en México en un futuro no muy lejano? La gran lección del 6 de enero es que nada es para siempre. La democracia, como dice Timothy Snyder, es frágil y excepcional. Y en México lo es más: joven e imperfecta, sólo puede resistir y triunfar si cada uno y una de nosotros/as participamos, defendiendo instituciones como el INE, el Inai, la separación de poderes y tantas causas que nos da un gobierno inepto y que no cree en la democracia.
Escribe: Cecilia Soto / El Universal