Cuando el cambio toca lo humano.
El diagnóstico, sin propuestas, nos deja en parálisis. Comprender es un primer paso, pero transformar exige ir más allá: requiere estrategia, decisión, compromiso.

Fui recientemente invitada a la Convención Nacional de LAR, una iniciativa de la International Federation for Family Development. El tema elegido no pudo ser más pertinente: Familias fuertes, mentes sanas: un viaje hacia la salud mental. Más que un título, una declaración que interpela. En un mundo en plena transformación, hablar de salud mental no es un lujo académico ni una tendencia pasajera: es una urgencia humana. Porque toda transformación real —cuando es profunda— desestabiliza. Y donde hay desestabilización, hay crisis.
Los cambios, lo sabemos, traen consigo rupturas. En lo cotidiano y en lo profundo. A nivel personal, transitamos múltiples crisis: cuando nacen los hijos, cuando crecen, cuando se independizan, cuando abandonan el hogar y nos dejan habitando el silencio del nido vacío. Cada etapa exige una reconfiguración interior. Pero cuando estos procesos se dan en medio de un entorno también en crisis, las fisuras se amplifican.
Hoy somos testigos del momento histórico con el mayor número de personas diagnosticadas con depresión y ansiedad. Y esto no es casual. La transformación que atravesamos no es superficial, alcanza capas estructurales del alma humana. Afecta la manera en que las familias habitan el mundo, especialmente nuestros hijos. Su forma de mirar la realidad, de entenderse a sí mismos y de situarse en la vida está cambiando. Se están reformulando las bases sobre las que construimos sentido.
Esta transformación no es sólo una época de cambios; es un verdadero cambio de época. No estamos ajustando los bordes: estamos modificando el centro. Esta transición impacta nuestro modo de pensar, nuestra voluntad, nuestras emociones. Lo que concebimos como verdadero, deseable o bueno; nuestra capacidad de esfuerzo, disciplina y perseverancia; la manera en que sentimos, expresamos, y nos vinculamos con los otros. Todo está siendo revisado desde adentro.
No basta describir este estado de cosas. El diagnóstico, sin propuestas, nos deja en parálisis. Comprender es un primer paso, pero transformar exige ir más allá: requiere estrategia, decisión, compromiso. Y, sobre todo, esperanza. Porque sólo desde la esperanza es posible trazar caminos hacia un futuro con sentido.
Somos una generación de tránsito. Nacimos en la modernidad y moriremos en otra era. No muchas generaciones han vivido un cambio de esta magnitud. En esa conciencia reside una tarea irrenunciable: educar. Educar no sólo como transmisión de conocimiento, sino como siembra de sentido, acompañamiento en el desconcierto, afirmación de lo esencial.
El cambio de época no se agota en avances tecnológicos o fluctuaciones económicas. Toca el corazón de lo humano. No parece tratarse de una adaptación evolutiva a nuevas circunstancias, sino de una mutación más radical: una nueva manera de pensar, de concebir lo real, de estar en el mundo. Es un giro de paradigma.
Solemos ser inconscientes de estos giros hasta que la comparación nos abre los ojos. Una fotografía antigua, un lugar de la infancia, un gesto olvidado: todo nos revela que ya no somos los mismos. Como escribió Oscar Wilde: “Disculpe, no lo había reconocido, he cambiado mucho”. Lo mismo sucede en lo colectivo. La humanidad se está reconociendo distinta. Y todavía no sabemos en quién se convertirá.
En medio de esta mutación, llegó la pandemia. Un hecho inesperado, que evidenció lo que ya estaba roto. En octubre de 2020, la Organización Mundial de la Salud informó que una de cada dos personas en el mundo padecía ansiedad o depresión. La cifra estremecía. Pero más allá del dato, lo que dolía era la constatación de que no sabíamos cómo volver a sentirnos en casa en nuestra propia vida. Aunque el encierro haya terminado y los contagios hayan disminuido, los estragos emocionales siguen resonando. Aún no hemos vuelto —si es que alguna vez lo haremos— a los niveles de salud mental que teníamos antes.
Por eso, este momento histórico nos exige algo más que adaptación: nos pide lucidez. Nos reclama una educación del alma. Cuidar la salud mental en un cambio de época es sostener lo humano cuando todo parece volverse incierto. Es ayudar a nuestras familias a enraizarse en lo invisible, a volver a lo esencial, a recordar que la estabilidad interior no se mide por la ausencia de dolor, sino por la presencia de sentido. En medio del vértigo, somos llamados a ser tierra firme.