La ingeniería sonámbula de Vicente Rojo.
Vicente Rojo empezó a ver al mundo a partir de esa doble imagen que une el sentido de la fiesta y la tragedia: “No olvido el sol, los brillantes colores de verano, la euforia popular y, al mismo tiempo, en el mismo instante, surge la presencia ominosa de las armas. Desde entonces, la conciencia del júbilo inseparable del dolor ha normado todo mi trabajo… y toda mi vida”.
El franquismo hizo a su padre huir de España y, años después, a su madre y a él mismo. Cuando llegó a México en 1949 la vida se me iluminó
. La luz del altiplano lo deslumbró “y ese deslumbramiento sigue acompañándome.
–Hoy puede resultar muy difícil aceptar y entender la posibilidad de aquella luz tan brillante, pero cuando llegué, para mí esa imagen tan poderosa era algo que no había vivido ni conocía hasta entonces.
Como prueba de ese deslumbramiento da cuenta una fotografía que fijó su imagen frente a un caballete pintando la Pirámide del Sol. Tiene 17 años y no sabe entonces que con el tiempo la pirámide se convertirá en una presencia recurrente en su obra y en una de sus series emblemáticas, ni que sus códices de piedra o al fresco engendrarán otra serie más donde las texturas serán años, siglos, signos que encierran un misterio.
Pocos artistas han permeado tanto lo público como lo privado como Vicente Rojo. Si sus óleos pertenecen al reino de museos, galerías y colecciones privadas, su trabajo como diseñador gráfico tatuó, de manera indeleble, la vida cultural del país en el sentido más amplio: el emblemático sol de La Jornada, por ejemplo, que encontramos todos los días en puestos de periódicos fue producto de su inventiva. También muchas de las portadas de la revista Plural de Octavio Paz y de libros que han sido esenciales para varias generaciones son resultado de su creatividad: de la edición original de Cien años de soledad a La noche de Tlatelolco, Las batallas en el desierto o Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis.
El arte público de Rojo es tan público que su autoría por momentos desaparece. Eso ocurre con su trabajo gráfico en las portadas de libro, pero también con su trabajo escultórico. Y al escribir esto último pienso en la Pérgola Ixca Cienfuegos, en homenaje a Carlos Fuentes, en el espléndido cuerpo de agua con decenas de minúsculas pirámides frente a La Alameda, o en el espacio escultórico La fábrica en la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca. Su obra pública se asimila a los espacios y logra lo que Vicente aspiraba lograr con su quehacer: dar con el justo equilibrio para que la práctica personal y colectiva se encuentren. Por eso decía que trabajar para la cultura era laborar para la vida.
Aunque su expresión artística fue abstracta, con universos regidos por la geometría, toda su obra siempre surgió de alguna vivencia. La serie México bajo la lluvia nació un día de principio de los años 50, cuando vio llover en el valle de Cholula desde la loma del Instituto Astronómico de Tonantzintla. La lluvia estaba formada por dos cortinas de agua que caían separadas, cada una a un extremo del inmenso valle: era una visión poderosa y al mismo tiempo delicada, visión insólita que me persiguió durante muchos años
… Hasta que la pintó a principios de los 80.
Cuando Vicente Rojo ingresó al Colegio Nacional, José Emilio Pacheco dijo unas palabras que siguen teniendo vigencia para acercarnos a este artista que el poeta nos enseñó a mirar: En un momento en que de nuevo el odio, la intolerancia y la irracionalidad nos amenazan por todas partes, la obra y la presencia del gran artista que es Vicente Rojo se vuelven, hoy como nunca, un modelo y un motivo de esperanza. Su ingeniería sonámbula, diría Octavio Paz, nos hace mirar al mundo con un ligero aumento de luz.
Por: Javier Aranda Luna / La Jornada