Electricidad cara y contaminante.
Detrás del debate que ha suscitado la iniciativa de reforma a la Ley de la Industria Eléctrica que envió el Presidente de la República al Congreso, claramente hay dos visiones antagónicas, no sólo del modelo de generación, distribución y comercialización de la energía eléctrica, sino del desarrollo del país.
Dicha iniciativa fue aprobada por las bancadas de Morena, PT y PES en la Cámara de Diputados, tal como lo pidió el Presidente: sin moverle una coma, y seguramente sucederá lo mismo en el Senado, pero vale la pena observar los conceptos que sustentan cada visión para entender muchas otras decisiones del actual gobierno.
El presidente López Obrador ha dicho que la Comisión Federal de Electricidad (CFE) no debería recibir el mismo trato que las empresas privadas, sino uno privilegiado, simplemente porque es una empresa pública, a esto se le conoce en la ciencia política como estatismo. La otra visión es que la CFE es una empresa que debe ser tratada bajo las mismas reglas que las demás, que es un ente regulado como los otros que participan en el sector energético y que las únicas reglas que le deberían aplicar son las de la competencia, a fin de que los consumidores podamos contar con las mejores opciones en cuanto a precio-calidad en el servicio de electricidad, a esto se le conoce como liberalismo.
La reforma a la Ley de la Industria Eléctrica establece que la electricidad generada por la CFE deberá ser la primera en ser utilizada, relegando la generada por otras empresas, esto, claramente, atenta contra el principio de competencia garantizado por la Constitución. Otro problema es que la CFE utiliza el combustóleo como principal combustible para generar electricidad, mientras que otras empresas utilizan energías limpias para ello.
El combustóleo es el residuo producto de la refinación del petróleo crudo y contiene un alto porcentaje de azufre. Al ser quemado, produce partículas de dióxido de azufre y gases de efecto invernadero que no sólo son dañinos para el medio ambiente, sino que son peligrosos para la salud, ya que éstos ingresan directamente al sistema circulatorio a través de las vías respiratorias. Organizaciones a favor del medio ambiente, como Greenpeace, han alertado al gobierno federal que quemar combustóleo tendrá serios impactos en la salud de las personas, sobre todo en quienes viven en áreas colindantes a las termoeléctricas y en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, así como otras zonas densamente pobladas.
Así que la reforma a la Ley de la Industria Eléctrica no sólo atenta contra la competencia económica, sino contra el derecho a la salud y a un medio ambiente sano, igualmente protegidos por la Constitución, y contra compromisos internacionales, como el Acuerdo de París, el T-MEC y el nuevo acuerdo con la Unión Europea, que está en vías de ser ratificado para su entrada en vigor.
En síntesis, esta reforma va en contrasentido de lo que dicta el sentido común y de los esfuerzos que la comunidad internacional ha emprendido, literalmente, para salvar el planeta. Esta visión es retrógrada porque está anclada en el pasado, como si el mundo y las necesidades de la población actual y de las generaciones futuras no hubieran cambiado.
Otro elemento fundamental de la narrativa gubernamental es el nacionalismo, sosteniendo que el modelo energético actual favorece a las empresas extranjeras en detrimento de las empresas públicas que son de los mexicanos, olvidando que, aunque en menor medida, también hay inversión privada mexicana en el sector energético.
Nadie está en contra de la soberanía energética, pero muchos dudamos de que apostar por un monopolio público ineficiente y contaminante sea el camino para lograrla. Y aunque el gobierno autocalifique sus decisiones como transformadoras y liberales, en realidad, son lo contrario: estatistas, retrógradas y conservadoras.
Por: Laura Rojas / Excélsior