Bitácora para salvar una vida.
¿Se imaginan un partido de futbol en el que los dos equipos jugaran durante días y días buscando nivelar los goles para que no hubiera ni vencedores ni vencidos? Así transformaron los Gahuku-Gama de Nueva Guinea el conocido deporte –plagado en nuestro mundo de trampas, mafias, golpes y cantidades vergonzosas de dinero-, según lo cuenta Claude Lévi Strauss. De ese modo convirtieron el juego en un acto ritual para mantener el equilibrio del universo.
Qué lejos estamos de sentir esa responsabilidad: ¡mantener el equilibrio del universo! Ni siquiera ahora ante una realidad enferma como la que estamos viviendo. Y no se trata sólo de la COVID-19. Se trata de una acumulación de siglos de injusticias, de hambre, de pobreza, de individualismo feroz.
Quizás ésta sea la idea central de las páginas escritas por Arnoldo Kraus, a modo de diario, cuando comenzaron a llegar las noticias de la pandemia: compartir su dolor ante la falta de sensibilidad de la mayor parte de los seres humanos, e intentar desentrañarla.
Sus reflexiones, sus cuestionamientos, sus confesiones, pero también su indignación, su desasosiego, escritos entre el 19 de febrero y el 11 de junio de 2020, forman hoy un libro imprescindible: Bitácora de mi pandemia, al que acompaña un prólogo profundo de Antonio Lazcano.[1] Un libro crítico ante lo que estamos viviendo, pero sobre todo teñido de la melancolía de quien, como sabio Quijote, sigue defendiendo la posibilidad de un mundo que se sostenga en la ética y la solidaridad.
Quienes conocemos el trabajo de Kraus en la defensa cotidiana de esta posibilidad, tanto en sus textos, como en sus investigaciones sobre bioética y en su trabajo en consultorio en el que escucha, acompaña y cura, recibimos estas páginas “como agua de mayo”. Nuestro médico -enamorado de la vida, del arte, de la amistad y de las palabras- es sin duda heredero de Emmanuel Lévinas y su idea de la hospitalidad. El principio de acoger, recibir, amparar, al otro, a la otra, como mandato supremo de una ética no basada en la individualidad sino en la alteridad. Soy porque existe el otro. “…los otros que me dan plena existencia”, escribió Octavio Paz en ese talismán poético que es “Piedra de sol”.
Kraus elige como compañeros de viaje a unos seres “desechables”, según la lógica de los poderes dominantes: los artistas, los pensadores, los creadores. “…de algo debe servir contraponer ideas humanas y bellas” (p. 14) a un neoliberalismo brutal que ha priorizado la tecnología no como camino para entender y orientarse en el mundo, sino como un vehículo de destrucción.
Así, encontramos en esta travesía, a Susan Sontag montando “Esperando a Godot” en Sarajevo, a Kierkegaard escribiendo en 1843, “Nuestra época recuerda la de la decadencia griega: todo subsiste pero nadie cree ya en las viejas formas, han desaparecido los vínculos espirituales que las legitimaban”, a Hanna Arendt, a Bauman, a Unamuno, a Dostoievsky, a Giordano Bruno, a Hans Küng, a Kafka, a José Emilio Pacheco, a Nadiezhda Mandelstam, y a tantísimos más junto con científicos, con médicos, y con la sabiduría de los propios pacientes. Kraus busca las ideas que le permitan -nos permitan- entender, entendernos, y rescatar lo mejor que somos. ¿Aún existe eso “mejor que somos”?
La medicina considerada como atención a los más pobres, como vocación de cuidado, como modo de comprender que las carencias provocadas por las injustas estructuras políticas, económicas y sociales son el origen de los males de los más necesitados.
“Si la enfermedad es una expresión de la vida del individuo bajo condiciones no favorables, las epidemias son indicadores de alteraciones en los grupos humanos y en la vida de las personas”, escribió Rudolf Virchow en el siglo XIX, un médico y antropólogo que trabajaba con los más pobres, y postulaba que la medicina era una ciencia social y la política debía ser una medicina a escala más amplia. Esta idea lleva a Arnoldo a clamar por transformaciones que vayan más allá de una vacuna. ¿Realmente queremos volver a la “normalidad” anterior a la pandemia? ¿A la que destruye la naturaleza, quiebra los lazos solidarios, permanece indiferente ante la miseria? Estamos tan lejos de Virchow, como de los Gahuku-Gama.
Entiendo su indignación ante, por ejemplo, la sonrisa de un Secretario de Economía que afirma que “con la inmunidad de rebaño volverá la estabilidad económica” (¿cuál estabilidad?, ¿la que ha condenado a la pobreza a más de 60 millones de mexicanas y mexicanos, mientras 1.2 millones pertenecen al estrato socioeconómico más alto?[2]). ¡Ay, México lindo y querido!
Ateo convencido, como sólo un judío formado en la religión puede serlo, Kraus discute con ese dios en el que no cree. El “no creer” –sostiene- nos responsabiliza éticamente de lo que sucede. De ahí la cita de Einstein: “La labor más importante de un ser humano es buscar la moralidad en sus actos”.
De pronto, el profundizar en los dilemas de la humanidad y en las “razones / sinrazones de las enfermedades en el mundo”, puede transformarse al mirar el cielo a través de las jacarandas.
“No todo duele. El murmullo de las jacarandas acompaña. No amortigua las muertes atemporales por el virus, no. Acompaña: mirarlas desde cualquier rincón es terapéutico.” (p. 36)
Las jacarandas o la poesía son también escuela de vida. Si gran parte de los horrores actuales se los debemos a la prepotencia egocéntrica de los seres humanos, la humildad sería el único humus verdadero donde enraizar un cambio. “La única sabiduría que podemos esperar adquirir es la sabiduría de la humildad: la humildad es infinita”, cita a T.S. Eliot en sus Cuatro cuartetos.
A lo largo de muchos años, Kraus ha reflexionado sobre el tema de la muerte. Morada infinita. Entender la vida, pensar la muerte (con prólogo de Eduardo Matos Moctezuma, Debate, 2019), se llama uno de sus tantos escritos sobre el tema. Por eso no sorprende que sus textos vinculados a la COVID vuelvan siempre a esa preocupación. ¿Cómo acompañamos a los que se están yendo? Todos tenemos presentes las desgarradoras imágenes de los ataúdes de Bologna o de Nueva York esperando ser enterrados. O las historias de amigas y amigos cercanos que no pudieron acompañar a su madre, a su padre, a su pareja, en el tránsito hacia la muerte. No pudieron sostener su mano, ni decirle cuánto lo amaban, ni cerrarle los ojos, ni darle un último beso. Esta semana misma, mientras intento transmitirles la conmoción que ha dejado en mí la lectura de Bitácora de mi pandemia, me cuentan que los crematorios de la ciudad de México no se dan abasto, que hay que esperar más de dos semanas para recibir las cenizas amadas. “Cavamos una tumba en el aire”, escribió Paul Celan, hablando de los cuerpos incinerados en los campos de concentración, en “Todesfuge” (“Fuga de muerte”), uno de los poemas más importantes del siglo XX. ¿Será, querido Arnoldo, que no hemos hecho lo suficiente para impedir que creciera ese “lado oscuro del iluminismo” del que hablaba tu infaltable Theodor Adorno, refiriéndose a Auschwitz, hasta llegar al horror de esta enfermedad que ha dejado ya cerca de 2 millones de muertes en el mundo?
“La pandemia destruye tejidos y sepulta costumbres humanas. Decir adiós, doblarse ante el último adiós es deseable. La pandemia ha destrozado incontables tejidos. Tejerlos de nuevo será muy complicado. La muerte sin el cadáver, sin lágrimas sobre el cuerpo, sin hasta pronto/hasta siempre, nunca termina.” (p. 46)
No hay duda de que nuestra posición ante el mundo es siempre una posición política; por lo mismo también lo es nuestra posición ante el coronavirus. Cualquier línea, cualquier comentario sobre el tema lo será. Kraus lo sabe. Sabe que está escribiendo, en última instancia, un diario político. Un diario que es a la vez un testimonio de los horrores que estamos viviendo, y que no se limitan a la pandemia. Postula así la obligación de reconocernos como testigos de nuestra época, y como tal nos recuerda otras tantas cifras que parecen estar escondidas:
1.– Por tuberculosis mueren 4 mil 500 personas al día, 30 mil contraen la infección diariamente y fenecen 1.5 millones cada año.
2.– Debido a la malaria (paludismo) mueren 2 mil niños cada día, Se calcula que al año fenecen 600 mil personas -las cifras varían entre 400 mil y 800 mil-, la mayoría niños.
3.– Por hambre pierden la vida 24 mil personas al día, 18 mil de ellos son niños. (p. 180)
La principal pandemia del mundo es la miseria. No hay otra conclusión posible. Cobijado por ideas generosas de científicos, de economistas, de sociólogos, Kraus nos pregunta ¿por qué frente a esto no hacemos nada? ¿Por qué se contagia con tanta facilidad el mal y no el bien? ¿Por qué es tan difícil que el bien se extienda en el mundo? “Bondad, solidaridad, empatía, compasión, altruismo, son elementos del bien pregonados con poco éxito…” (p. 203) Él piensa, junto con Martin Luther King que “lo más lamentable de nuestro tiempo no son lo crímenes de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas”. Al hilo de los cuestionamiento que se hace a sí mismo, Arnoldo nos obliga a pararnos frente al espejo y a preguntarnos: ¿y yo qué hago frente a esto? Quien lea Bitácora de mi pandemia a conciencia, no estará cómodo, ni satisfecho, ni feliz, porque recordará su propia responsabilidad. ¿Y luego? ¿Seguiremos guardando “escandaloso silencio”?
Cierro con una de las historias más conmovedoras que hay en el libro; la de Helen, una niña polaca que, durante la ocupación nazi, sobrevivió durante dos años encerrada con sus padres y su hermana en el sótano de un ministro de Polonia. El espacio era tan pequeño que sólo dos personas podían estar recostadas al mismo tiempo, las otras dos debían permanecer sentadas. Tenían apenas una cubeta con agua para asearse. Les pasaban comida, y el único entretenimiento posible era la lectura. Helen aprendió dos idiomas durante ese largo y oscuro tiempo. La familia compartía el silencio, la precariedad y el terror –el sentimiento más constante- de saber que en cualquier momento podían ser descubiertos. Esa niña “sobrevivió al nazismo y viajó en busca de vida. Abrazó y fue abrazada por México. Nunca odió. Fue un ser humano dotado de resiliencia. No escribo con sesgo: Helen fue un ser resiliente.” (p. 82)
Arnoldo Kraus cuenta la historia de su madre, Helen Weisman, como lo hizo en la hermosísima obra ¿Quién hablará por ti?, publicada en 2006, para pensar el presente y el futuro, para saberse heredero del compromiso con la vida, de la resistencia y de ese optimismo que a veces nos cuesta tanto encontrar. Nuestro propio encierro es nada comparado con el de Helen, o con el de tantos millones de desposeídos hoy mismo.
“No encuentro palabras para los miles de muertos por COVID-19 ni para el dolor de sus familiares. Tras la pandemia, si algunos/muchos seres humanos se convierten en seres resilientes, quizás la humanidad logre enfrentar la enfermedad que desde hace tiempo nos asola y destruye, la enfermedad de la humanidad.” (p. 82)
¿Seremos capaces de cambiar realmente? ¿Nos convertiremos en seres resilientes? ¿Comprenderemos el valor de jugar un partido no para obtener el triunfo sino –ni más ni menos- para mantener el equilibrio del todo? ¿Hay esperanza aún?
Quien salva una vida salva el universo entero, dice el Talmud. Según la tradición judía en cada generación nacen 36 hombres justos sobre los cuales se sostiene el mundo. No saben que lo son, pero actúan como si sobre ellos descansara la humanidad entera. Somos cada vez más los que creemos que Anchul, Mijael, Ángel, Arnoldo, Samuel Kraus (todos los modos con que en distintas épocas lo han nombrado) es uno de ellos. Bitácora de mi pandemia es la prueba.
Por: Sandra Lorenzano