Seamos claros: fracasó nuestra transición a la democracia. Atrás quedó el sistema político engendrado por la Revolución Mexicana con su presidencialismo autoritario y su partido hegemónico, pero ni remotamente llegamos a constituir un consolidado Estado de derecho con elecciones auténticas que legitimen el origen y el desempeño de las autoridades en sus tres órdenes de gobierno.
¿Dónde fallamos? Me parece que en dos cuestiones elementales: una clase política sin ideas que permitieran el consenso y, desgraciadamente, con poca voluntad y falta de responsabilidad para asumir decisiones, y una ciudadanía que no se involucró en tareas comunes que a todos nos atañen. Culpa de todos.
Tengo la convicción de que el mayor avance de las naciones se alcanza con una democracia deliberativa. Deliberar implica sacudirse encajonamientos ideológicos, superar la cultura maniquea, abrir la posibilidad del acuerdo. En derecho se habla del “beneficio de inventario”. Esto es, hacer un balance objetivo de lo que se recibe para definir los cambios que se deben hacer. Según el escritor Martin Amis, en una revolución, en un sentido amplio, haces tres cosas: “Ves lo que desaparece, ves lo que llega y ves lo que permanece”.
La democracia, por su naturaleza, propicia una permanente inconformidad, por eso es tan atractivo el discurso del cambio. Dudemos de quien ofrece cambiar todo, eso es simplemente demagogia. La primera tarea es darle continuidad a las políticas públicas que funcionan. Las formas de democracia directa han ocasionado el derrumbe de las democracias representativas. Gran Bretaña, pionera de la representación política, atraviesa una grave crisis originada en un acto irresponsable del primer ministro David Cameron en 2016, al convocar a un referéndum que condujo a la salida de la Comunidad Europea. El famoso Brexit ocasionó severos daños políticos y económicos a los que no se les ve fin.
El especialista en teoría política David Held afirma algo que nos debe obligar a la reflexión: “Un fantasma recorre la política contemporánea (…) el gobierno de las masas que ni están bien informadas ni son sabias”.
Una vez más insisto en que el mayor desafío para 2024 es integrar asambleas parlamentarias auténticas. Bastaría asomarnos a las democracias consolidadas para confirmar el alto nivel del debate. Incluso en el escenario latinoamericano, nuestro sistema político se califica como “híbrido”, una mezcla de concentración de poder en detrimento de un necesario equilibrio institucional.
Requerimos de una política pedagógica. Esto es, que enseñe, capacite y respete a la ciudadanía. Su primera tarea es delimitar para qué sirve el derecho, iniciando por nuestra Constitución. Estamos inmersos en una cultura de la apariencia en el cumplimiento de las leyes.
Le hemos conferido a nuestra Carta Magna efectos mágicos. Un ejemplo. El artículo primero dice: “Los esclavos del extranjero que entren al territorio nacional alcanzarán por ese solo hecho, su libertad y protección de las leyes”. Hay estudios que nos indican que en varias regiones sometidas por el crimen organizado existe la esclavitud. Ahí está el testimonio de los migrantes que sufren terribles vejaciones.
Otro ejemplo. El último artículo, el 136, señala: “Esta Constitución no perderá su fuerza y vigor, aun cuando por alguna rebelión se interrumpa su observancia”. Una expresión totalmente inocua. Se sigue incursionando en la peor forma de hacer leyes, se legisla para situaciones concretas. Es el caso de la reforma electoral actualmente en discusión y que tiene el fin de fortalecer al partido en el poder. Eso pervierte la generalidad que deben tener las normas jurídicas.
La tarea es elevar nuestra cultura política. Desde siempre la humanidad conoce la receta: la deliberación para arribar al entendimiento.
Escribe: Juan José Rodríguez Prats / Excélsior